‘Correr al ritmo de la cadena de montaje’

 

Parar la fresca, sentarse en la silla —o en la mecedora— y embelesarse. De pronto, sentimos el canto de los pájaros (sedoso, eufónico, oscilante), vemos el trajín lento y holgazán de las nubes, nos fijamos en la farola de la esquina, que hasta hoy nunca nos había interesado. Se abre un nuevo mundo de matices en el mundo de cada día, las caras y las cosas se trastocan, notamos como las alpargatas —o las chanclas— empiezan a pesar y nos clavan en nuestra calle de siempre, diferente pero idéntica a sí misma. Este peso en las piernas y en el espíritu nos obliga a observar con más atención nuestro entorno, a hacer volar la imaginación sin levantar los pies del suelo. Cuando paramos a la fresca, cuando nos sentamos y callamos —o hablamos por los codos— y no hacemos nada, pasan cosas maravillosas. De golpe todo es susceptible de convertirse en obra de arte: las noticias del periódico, la espalda del vecino, un cactus o una rama de hinojo. Las piedras levitan y el mar se vuelve un desierto de arena azul. Los pensamientos, blandos y maleables, se infiltran por todas partes, se confunden con los árboles, con las fachadas y los tejados, con el calor y las moscas, nos toman el pelo y nos contradicen. Badar significa exactamente esto: abrirse, brotar como una flor, y abstraerse, encantarse mirando el mundo.